«¡Levanten el campamento!», grita el señor Ortíz mientras sale furioso de su oficina con la maleta en la mano y apagando las luces. Malge, Domingo y yo inmediatamente nos sentimos poseídos por una sonrisa secreta. Esa es la forma en que nuestro jefe nos da luz verde para irnos a casa, y durante los tres primeros días de la semana, el escenario se repitió de forma idéntica.
Nos mandaron a casa muy temprano y la carga de trabajo que teníamos en nuestros escritorios pasó de muy poca o nada. Incluso me tomé la libertad de hacer dibujos en un montón de notas adhesivas amarillas; los garabatos me mantienen la mente activa mientras todo lo demás afuera sucede a un ritmo lento. No hay sesiones en el Congreso, sólo unos pocos expedientes llegan al departamento para ser revisados, y hay menos periodistas y gente deambulando por los pasillos; había una sensación de calma, en la que me sentí completamente en paz. Nuestro jefe contó chistes, se le vio más y reemplazó sus habituales discursos de motivación por temas triviales al azar. Nos mantuvimos a gusto en esta situación anormal porque sabíamos que consistía en una falsa calma antes de la tormenta. Recuerden mis palabras.
Llegó el jueves y allí estaban, esperando por nosotros, un montón de carpetas de manila en el escritorio de la secretaria. Y ahí estaba él, siempre lo supo; y el director en jefe entró riendo al ver nuestro futuro en común con lo que parecía un millar de documentos. Algo me decía que no iba a escuchar la agradable frase que había oído muy temprano durante los primeros tres días, hasta por lo menos al atardecer. Mis predicciones no me fallaron, una vez más, pero hubo un giro inesperado en la historia. Nuestro jefe alegremente nos anunció que teníamos que preparar una presentación sobre un tema específico, el cual nos dio, para realizar al día siguiente frente a todos los abogados de los otros departamentos jurídicos de la Cámara de Diputados. No hubo sonrisas de nuestra parte en esta ocasión, pero él aún estaba de buen humor. Para sanar nuestras heridas nos compró pizza y mientras hacíamos malabares para transformar la enorme pila en una más pequeña y al mismo tiempo escribir un trabajo de tipo ensayo sobre un tema que era, al menos para mí, completamente desconocido, alimentamos nuestra mente y cuerpo con queso, jamón, salsa de tomate y una gran cantidad de carbohidratos. Además, teníamos una orden de restricción que nos impedía llegar hasta 10 metros de distancia de la puerta hasta que termináramos nuestro trabajo.
Apenas habiendo dormido un poco, al día siguiente llegamos a trabajar como zombis. Nuestro jefe nos dio la bienvenida y la primera cosa que noté es que él ya no estaba de buen humor. Había revisado nuestro trabajo para la reunión que estaba programada para dentro de una hora y decidió cambiar de opinión acerca de nuestros respectivos discursos. Aunque estábamos un poco decepcionados por no haber alcanzado el nivel que él esperaba de nosotros, se nos había relevado de nuestras tareas y pude volver al estado de tranquilidad que experimenté a principios de la semana. La reunión fue un éxito. La idea detrás de este ejercicio era compartir los problemas comunes que identificamos en todos los expedientes y establecer criterios homologados para enfrentarlos. Hubo choques de ideas, y las interpretaciones sobre las leyes y la Constitución resultaron en algunos argumentos muy acalorados. Me mantuve en silencio mientras observaba cómo los abogados defendían sus posiciones. Me alegré de finalmente oír una banda sonora después de un par de días de completo silencio. Debido a que la reunión se desarrolló muy bien, nuestro jefe, que había liderado la conversación, de nuevo estaba de buen humor. Incluso anunció un día de paella para la siguiente semana. Las tormentas no son tan malas después de todo.
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